La Choledad antiestatal

La choledad antiestatal 
El anarcosindicalismo en el movimiento obrero boliviano 1912 - 1965


De Bolivia, hasta no hace mucho tiempo, sólo se sabía que sus habitantes mascaban coca, que su flota de mar se mecía en el lago Titicaca, y que detentaba el récord mundial de golpes de Estado. Agréguese a la lista el martirio del Che Guevara. Eran datos de color, los únicos que el desinterés y la ignorancia dejaban filtrar, y de los que no se exceptuaba a casi ninguna nación vecina. Pero en los últimos años la curiosidad por la suerte política de Bolivia se acrecentó, quizás como coletazo del propio devenir latinoamericano de la Argentina, o quizás porque un indígena, por primera vez, había asumido la primera magistratura de ese país. También este es un dato de color, ya que los argentinos disciernen poco y nada sobre la historia social boliviana, a la que apretujan en el anaquel del populismo indigenista actual. Pero antes, en el comienzo, hubo anarquistas, y el notable libro de Huascar Rodríguez García restaura su soslayada historia.
Se diría que un anarquista en Bolivia, cien años atrás, debía parecer un paracaidista, por no decir un intruso. Es otro prejuicio. Anarquistas hubo en todos lados, particularmente en el Cono Sur, y mucho se hicieron notar. A Bolivia, el anarquismo llegó en libros adquiridos por librepensadores o traídos por trabajadores ferroviarios, prófugos internacionales y conferencistas enviados adrede desde la Argentina. Casi todos fueron expulsados al poco tiempo. No obstante “la Idea” prendió en algunas ciudades del Altiplano, entre artesanos y autodidactas. Por entonces el poder en Bolivia era asunto de “La Rosca”, un aceitado engranaje de oligarcas, empresarios y políticos. Todos eran blancos, a lo sumo mestizos acriollados. Las condiciones de vida y de explotación poco habían cambiado desde la época de la Colonia y los conflictos rurales con hacendados era continuos, siempre zanjados con balacera y matanza. En ese contexto se funda, en 1912, la Federación Obrera Internacional. De allí en más habrá un nuevo credo en Bolivia: “Sin dioses en el cielo ni amos en la tierra”.
Si el anarquismo no terminó siendo una secta radicalizada más no fue solamente por haber persistido en la educación obrera o por haber erigido sindicatos de la nada, sino porque su versión boliviana promovió una valoración política del mestizo, del “cholo”, la mayoría artesanos, a quienes sucesivos gobiernos les habían entorpecido la toma de conciencia de su importancia mayoritaria. Castigados una y otra vez, desplazados de sus tierras y usados como carne de cañón durante la Guerra del Chaco, que diezmó al país, el anarquismo pudo irradiarse y aunar a los “artesanos letrados” porque la democracia no significaba demasiado para ellos: no había voto universal y los indios y mestizos eran estafados de continuo, en el caso de que se les haya tenido en cuenta más que como “problema”. Fueron cholos los fundadores de la Federación Obrera Local, en 1927, de la Confederación Obrera Regional Boliviana y de la Federación Obrera Femenina, en 1930, del Sindicato de Culinarias, en 1935, cuyo origen se remonta a una prohibición municipal de que las cholas suban a los tranvías bajo la excusa de que incomodaban a las “señoras”, del Sindicato de Viajeras al Altiplano, es decir contrabandistas, en 1940, y de la Federación Agraria, en 1946, a la vez “antipolítica y anticapitalista”.
Anarquía en La Paz ofrece camafeos de las vidas de anarquistas esforzados y también excéntricos. Luis Cusicanqui, que rechazaba tener carné de identidad y que, si perseguido, buscaba refugio en cementerios; Domitila Pareja, anticlerical y que, en su lecho de muerte, abofeteó a un sacerdote entrometido; de la “China Ratera”, que se dedicaba al robo y se movilizaba en bicicleta vestida de hombre; de José Clavijo, dinamitero y renunciante al oficio de contador “para no servir al patrón”, de Antonio Fournarakis, que arengaba a su audiencia encadenado; o de Cesáreo Capriles, un antialcohólico que volteó de un trompazo a un cura que le ofreció la otra mejilla, sin dejar de gritar “¡Viva el demonio!” y “¡Abajo Dios y su concubina la patria!”. Era gente de una sola pieza.
Luego que en 1952 triunfara en La Paz la revolución comandada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario y que Víctor Paz Estessoro, su líder, apodado “el mono”, dijera a las masas “habrá mucho pan”, instaurando así en Bolivia el populismo obrerista, la influencia de los anarquistas menguaría dramáticamente. Como en tantos otros lugares, los sindicatos devinieron en correas de transmisión del Estado y sus dirigentes se eternizaron en puestos que antes habían sido rotativos. La corrupción hizo lo demás. La anarquista Natividad Veramendi, ya en su ocaso, especificó la diferencia abismal que había separado a los sindicatos libertarios de los demás: “Nosotros no éramos políticos, libres éramos”. Pero eso ya no importaba a nadie.

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